Poetas:
Antón Castro (Santa Mariña de Lañas, Arteixo-A Coruña, 1959) es periodista y escritor. En 2010 publicó su primer poemario: 'Vivir del aire' (Olifante. Papeles de Trasmoz) y en 2011 publica 'El paseo en bicicleta' (Olifante), un poemario donde alterna el verso y la prosa con un tema de fondo: el viaje en bicicleta, la pasión por la bicicleta y un puñado de historias vinculadas al ciclismo, a la velocidad, a la literatura y a la música. El primero es de 'vivir del aire', los otros dos son de 'El paseo en bicicleta'.
POEMAS :
LOS DOS QUE DUERMEN
No sé si me gusta más levantarme a tu lado al alba
o dormir abrazado a ti. Sentir cómo lates,
cómo te arrugas sobre ti misma
como quien busca el acoplamiento perfecto de las almas.
Percibo entonces, antes de que se desaten las tentaciones,
el calor de tu espalda y tus nalgas, el torrente
de la melena y su olor a melocotón o a mora.
Te lo digo a menudo: eres atrabiliaria con el champú.
Quedo un instante así, inmóvil como un barco que siente,
tembloroso como la luz de la sinrazón,
me quedo como si fuera un pájaro abatido
que parpadea y sueña el mejor de todos los vuelos.
A veces te duermes. Y ronroneas. Y musitas palabras
intraducibles, frases completas que me cuentas como
si estuvieras presa en la alucinación del olvido.
Estoy feliz así. En ese instante, cuando el mundo
se desmaya, le pido a la carne que no se altere,
que apacigue sus ardores, que no enturbie la noche
de gemidos y de risas y de batallas de sudor,
y me digo a mí mismo que, algunas veces, el mejor sonido
es el del silencio, el de la respiración de dos que se aman
y escuchan la música del corazón sin saber si despertarán.
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TORRE DEL ABEJAR
A Eduardo Laborda.
Mi padre siempre ha sido una criatura irreductible.
Aparecía y desaparecía como el viento y la lluvia.
Era como si tuviera una segunda vida, o una tercera,
era como si estuviese incomodado consigo mismo
y con todo el mundo. Vivía de arrebato en arrebato:
de maldición en maldición, de fuga en fuga,
de rutinas casi insondables, de silencios, de gritos.
Mi madre, ante nuestra perplejidad, solía decir:
“Antes no era así. Era un hombre normal, suave,
que se contentaba con su suerte y con sus paisajes.
La guerra lo cambió: le destrozó el ánimo y la templanza,
y le volcó un arsenal de pesadillas y tigres en el sueño”.
Así lo dijo: tigres en el sueño. Mi madre, cuando quería,
era un completo misterio: leía, se apasionaba con el arte
y buscaba la belleza en las pequeñas cosas de cada día.
Nos regalaba cuadernos y lápices, nos hablaba del Quijote,
de la luz invisible de Velázquez y del cine de su niñez.
Y era capaz de definir así el estado inestable de su marido.
Ambos procedían de Trasobares: allí habían sido labradores.
Mi padre no dominaba los oficios de la huerta;
en cambio conocía todos los secretos de la fruta.
Yo lo veía injertar con mimo y creía que hacía magia.
Le gustaban los albaricoques, las pavías y los melocotones,
tenía diversas clases de uvas, de higos y de brevas,
y trampeaba entre los surcos con los tomates y los melones.
Nos habían dejado una torre familiar: Torre del Abejar,
y ese era el refugio de mi padre. Cuando llegaba marzo,
se encolerizaba, discutía con todos y se volvía insoportable:
era su forma de anunciar que iba a marcharse a las tierras.
Entonces solo lo veíamos de vez en cuando. Ni nos echaba
en falta ni nosotros teníamos ganas de aguantar su genio.
En noviembre, cuando regresaban el cierzo y el frío
reaparecía como un fantasma, desharrapado y débil.
Si quería, tenía un poderoso instinto de supervivencia.
Durante esos casi seis meses, o más, iba a verlo a la torre.
Era un espacio inquietante y tal vez inconmensurable.
La casa imponía pavor. Como las eras y los cobertizos.
Cerca de allí, años atrás, se había cometido un crimen.
Cerca de allí pasaban los canales de riego y las cascadas.
Mi padre iba y venía a su antojo con la libertad del solitario
que espera el milagro constante de las noches y los días:
brisas, resplandores, cielos encapotados, plenilunios de verano.
Casi a diario, a partir de mayo, llevaba la fruta
al Mercado Central de Zaragoza: colocaba su remolque
en la bicicleta y lo llenaba de fruta. Siempre hacía lo mismo:
lo colmaba con lentitud, colocando las piezas en canastos.
Me conmovía su obstinación de agricultor en paz.
Me miraba y decía: “La fruta no soporta bien el traqueteo”.
Me hacía gracia. Yo lo observaba como a un extraño.
O a un poseído. Me gustaba verlo pedalear por los caminos,
entre los maizales, entre los árboles, levantando polvo,
un polvo pegajoso y dorado que le manchaba las sienes.
Era como si solo allí, en la Torre del Abejar, fuera
auténticamente afable: el padre que había soñado para mí.
Un día me llevó al mercado en su remolque. Tendría seis años.
Era su pasajero, su colaborador, el hijo inesperado.
Insistía: “Recuerda que la fruta no soporta bien el traqueteo”.
Hace años que murió. A menudo pienso en él
y recuerdo lo que siempre nos contaba mi madre:
“La guerra lo cambió: acabó con sus sueños felices”.
Ella lo recibía en casa, en las dos o tres casas que hemos
tenido, con infinita compasión. No le preguntaba nada.
No podía, ni quería, acceder al fondo de sus tinieblas.
No quería excitar el tigre sonámbulo de su dolor antiguo.
A menudo pienso en mi padre y recuerdo aquel viaje,
de ida y vuelta, en bicicleta al Mercado Central.
A veces se giraba para verme. “Agárrate fuerte”, decía.
En aquella mirada me pareció adivinar ternura y miedo,
y creí entender algo de su extraña forma de vida.
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VIDA, MÚSICA Y MUERTE DE NICO
A Juanjo Blasco Panamá.
Todo en ti, hermosa Christa, fue un constante enigma,
un subterfugio del dolor, de la luz y de la sombra.
Casi nadie sabe con certeza dónde naciste.
¿Fue en Colonia o en Budapest? ¿Fue en 1938 o en 1943?
Qué importa. La vida pronto te mostró sus escalofríos:
tu padre, el hombre que te contaba historias del tren
que cruzaba el bosque rumoroso de los cuentos de hadas,
falleció en un campo de exterminio. Ya vivías en Berlín.
En un viaje a Ibiza, años después, uno de tus amantes
decidió cambiarte el nombre: para él, y para todos,
serías siempre Nico. Nico, en homenaje a un fotógrafo:
el apasionado amor que tu amante había perdido.
Ya serías para siempre la bella Nico. La maldita.
La moderna que hacía pensar en Twiggy, en Jane Birkin
o incluso en Marianne Faithfull, mujeres de ardor
y arrojo que desordenan la furia del deseo.
Pronto te convertiste en una musa, como Edie Sedgwick.
Cantabas con una fría y metálica voz, acaso andrógina,
desfilabas como nadie con una elegancia antigua,
paseabas con misterio y asombro en La Dolce Vita
de Federico Fellini. En tu derredor se multiplicaban
las leyendas: le habías arrebatado el marido a Anouk Aimée,
habías vuelto loco a John Cale, a Gainsbourg y a Andy Warhol,
y tu corazón se inflamaba de todas las drogas de la tierra.
A solas, cuando te abrazabas a tu querido armónium,
leías a Hölderlin, a Baudelaire, a Blake y a Coleridge:
tu música era como un canto medieval sacrílego
y tu alma se vaciaba en soledad y desamparo a cada hora
con aquellos versos tan tristes como tus venas.
Vivías en el arte, en la música, en el teatro, en la pasión.
En Nueva York tomaste clases con Lee Strasberg
y hechizaste a Bob Dylan, a Lou Reed y a tantos otros
que escribieron para ti, como los chicos de la Velvet.
Cada uno de tus discos era más inquietante y sombrío:
te empeñabas en seguir todos los caminos de la derrota.
Las notas se encadenaban con un sarpullido de oscuridad.
Jugabas a ser una diosa imposible, una sacerdotisa lejana,
y a la vez, junto a Philippe Garrel, una poseída: dicen
que tomabais imágenes desde la cubierta de la Ópera Garnier.
Decían que capturabais los lamentos de la luna sobre París.
Luego, te marchaste a Ibiza, con tu hijo y casi en secreto.
Dijiste que Christian Aaron era hijo de Alain Delon
y de un pasado amor que dejó cicatrices en la sangre.
Tu último disco, ‘Camera Obscura’, tenía algo de responso
y de canto mortuorio de quien se despide del mundo.
¿Habías querido anticipar tu epitafio de exiliada en la tierra?
Y a la vez, con su perfecta tristeza, era una obra maestra.
Un día, mientras paseabas por la ciudad en bicicleta,
ocurrió aquello: se te paró el corazón y te desplomaste.
Tu cabeza se golpeó terriblemente contra el suelo.
Alguien te llevó al hospital: no acertaron con el diagnóstico,
ni era insolación ni el rescoldo de una noche de excesos.
Y al día siguiente fallecías de un derrame cerebral,
tú, Christa Päffgen, inolvidable Nico que jamás
quisiste renunciar a las sucesivas formas del luto.
Recuerdo cuando llegó la noticia a mi periódico,
El día de Aragón. Fue hacia las seis de la tarde.
El redactor musical dijo: “Nico, el animal más bello de la música,
el ángel terrible, la mujer fatal y provocadora, ha cantado
su última melodía”. Cogió el retrato tuyo que mandó
la agencia y lo rompió en dos mitades. Así saliste:
con el rostro y los ojos partidos, y el cabello muy rubio.
“Una caída de bicicleta pone fin al enigma de Nico”,
decía el titular. En letras más pequeñas se añadía:
“La cantante, modelo y actriz alemana murió en Ibiza
donde se había recluido con sus fantasmas”.
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Su segundo poemario Nostalgia armada, acaba de aparecer en la nueva colección Vela de Gavia de Ediciones de la Isla de Siltolá.Algunos de sus relatos y poemas han sido publicados en diversas revistas literarias, como Rolde de estudios aragoneses e Isla de Siltolá (de cuyo consejo de edición forma parte). Colabora en la Revista de Letras del periódico Heraldo de Aragón escribiendo reseñas literarias sobre novedades editoriales. Textos suyos han aparecido también en varias publicaciones digitales, entre ellas la Revista de Humanidades Kafka o la página web de DVD Ediciones. En la red, mantiene los blogs Caricias perplejas, donde publica versos y prosas propios y Los otros, dedicado a textos ajenos.
Poemas:
KING GEORGE
No quería decirte cualquier cosa
ni de cualquier manera.
Quería disparar sobre tu frente
para lavar de golpe mi memoria
con un simple y sencillo asesinato.
Ahora muerdo
el polvo de la pólvora quemada
pegado al paladar y a mi saliva.
Yo no te maté apenas, sin embargo
tu frente se ha tragado mis preguntas.
Toda la noche estuve dando vueltas
al rastro de los besos que inventaba
con inquieta nostalgia de novicia
-esa brutal nostalgia de todo lo no sido-
y recuerdo
que al despertar tenía ya en la boca
cobrado mi salario:
el sinsabor exacto de tu nada.
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BELCHITE 2002
¿Recuerdas aquel día?
La última visita al pueblo viejo.
Allí danzaban todos los fantasmas
que no pudimos ver, y lo visible
estaba lleno de huesudas manos
que agarraban con fuerza nuestros rostros.
Mirábamos la iglesia, el esqueleto
de un ángel que murió cuando existían.
Con mimbres de noviembre se ha tejido
el pueblo muerto.
Con deseo y con rabia,
con odio minucioso y laberíntico
se edificó esta destrucción paciente
que ahora respira así junto a mi boca.
Todo es cierto y es nuestro y, sin embargo,
no estuvimos allí; sobrevivimos
en la supervivencia de otros hombres.
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Música:
Deep in Blues
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